El templo sagrado de los mayas presencia la llegada masiva de turistas a diario
Tras el muro se esconde una de las siete maravillas del mundo. Años de historia conservan un paraje divino en plena selva, donde la principal protagonista es una construcción arquitectónica perfecta que impregna de magia el ambiente. Impacientes y con grandes expectativas en mente, nos adentramos hacia la ruta que nos dirigirá a Chichen Itza.
Quién le iba a decir al colectivo maya que su templo divino se iba a convertir en una verdadera atracción turística. Un hilo interminable de puestos de venta de souvenirs, junto con la masificación de visitantes, rompen con la esencia del paisaje: el respeto por el más allá. Nos quedamos perplejas ante tal escenario, aunque las pinceladas de humor de los tenderos nos causan alguna que otra carcajada. Nos atraen hacia su puesto con comentarios propios de un trabajo de documentación acerca de nuestro país de origen.
“Andreita cómete el pollo” o “Más barato que en el Mercadona”, dicen algunos vendedores. Mientras tanto el guía nos introduce a través de sus explicaciones hacia la pirámide rocosa, donde más adelante proyectaremos en nuestro imaginario una escena de lo más impactante. Llegamos a visualizar a cientos de indígenas frente al monumento invocando a su dios Kuculcan (Serpiente Emplumada). El eco de aplausos firmes y rotundos lograban recrear el nombre del dios, gracias a la disposición arquitecnónica de la obra. Por un momento nos sentimos parte del ritual.
Antes de darnos cuenta estábamos allí, en mitad de la explanada dándole la espalda a la pirámide central del yacimiento y rodeados por cámaras que pretendían captar el momento para siempre pero que no harían más que robarnos el aquí y el ahora. Ochocientos años después de su construcción, estaba perdiendo todo significado de espiritualidad.
Una comunidad que tiñe de intensos colores cada uno de sus rituales se mancha con el gris frío de una piedra que presencia día tras día la llegada de turistas incapaces de ver más allá de sus pantallas.
Marta Ramírez y Laura Valentina Meneses