Juliaca es un paraje desolado. Un trámite de carretera en el camino a Cuzco. La cuestión de su localización se disuelve inmediatamente ante la sorpresa de que pueda erigirse así, como el matorral que se empeña en crecer en tierra yerma.
Empieza a salpicarte la vista con construcciones descarnadas de ladrilllo visto, que al poco van aunando fuerzas con eslóganes comerciales que pretenden insuflar vida al páramo al grito de “siempre coca-cola”, “el placer de viajar en bus” o “se vende kerosene”.
La ventanilla del bus te permite asistir pasivamente al espectáculo de otra batalla perdida. Todo parece temporal e inestable, como una pieza de segunda mano colocada provisionalmente en el taller cuando ya se ve arruinada y corrupta. Es una imagen eterna de la precariedad, que se desprende del olor a polvo y alquitrán de las vías abiertas, en contrucción y sangrantes. Puede que sus obreros anden en busca de unas raíces inexistentes, que no encuentran más comunión que la de los postes que se clavan en la tierra, tejiendo el enmarañado cableado local que cuartea la vista del cielo.
Hay algo mal planteado desde su concepción y cimientos, como un bebé que nace ya con problemas del corazón, y puedes sentir cómo late en cada respiración honda y cansada.
La salida a este paisaje sólo la prometen las vías férreas, que transcurren paralelas a la huida y el recelo. Con todo, entre tanta desolación subsiste una promesa en la cara de su gente, que festonea el lugar de vida, como farolillos de colores. No existe el ocio en sus calles, cualquiera de ellas es el centro vivo y hormigueante de un comercio que pulsa y se tambalea a cada momento. El trajín de los carros, los puestos ambulantes, el pintoresquismo indígena abocados a la calle son curas contra la existencia gris que propone el techo de la vivienda propia, y contra la insignificancia. La vida está en la cara surcada de las viejas y en los niños que vuelven del colegio, en los perros famélicos que pululan por las vías al sol ardiente.
Un pase de primera para contemplar la enésima lucha por la prosperidad, resignada e inevitable. La constante sorpresa de encontrar un resquicio de esperanza en tierra de nadie.