El domingo los expedicionarios se levantaron en el Rancho Baiwate a las cuatro y media de la mañana para desayunar y coger fuerzas antes de emprender la mayor travesía de la expedición.
Tras una hora y media de viaje en coche llegaron a los pies del Pico Duarte. A las ocho, con las mulas cargadas con todo el material necesario, empezaron a caminar con esperanzas en la cabeza y energía en sus piernas.
Tras dos horas andando llegó la primera comida del día: galletas de chocolate y snacks salados para coger fuerzas. En este momento dos expedicionarias acompañadas por un monitor abandonaron la ascensión para dirigirse de nuevo al Rancho a causa del cansancio y el dolor de barriga.
El calor era insoportable debajo del sol abrasador del mediodía y el agua empezaba a escasear. Pero poco a poco todos fueron llegando a la mitad del camino para comer. Los más cansados en mulo y, el resto, a pie. El sándwich y el zumo de naranja ofrecidos por los guías fue poca ayuda para el gran reto que se presentaba a continuación.
Sobre las tres de la tarde unas nubes grises se posaron sobre los expedicionarios y al poco rato empezó a caer una lluvia suave sobre los caminantes. Un rayo cayó muy cerca y avisó de lo que se avecinaba. La tormenta fue aumentando y la cuesta era cada vez más empinada. El cansancio combinado con el agua fría, el granizo y el suelo resbaladizo fueron los principales problemas para los valientes que subían con constancia la cuesta llamada “Loma del Arrepentimiento”.
Cada minuto era un suplicio y las palabras el líder de la Expedición retronaban en la cabeza de todos: “Pensad en alguien por quién vayáis a hacer esta locura. Encontrad vuestra motivación y hacedlo por ello”. Los momentos de depresión se combinaron con los de ánimo entre los expedicionarios y, poco a poco, el refugio de la Compartición se encontraba cada vez más cerca.
El grueso de la expedición se dividió en grupos pequeños y, ya fuera andando o en mulo, los expedicionarios empezaron a perder la noción del tiempo ante la lluvia y el frío. A las seis de la tarde, diez horas después de partir, todos los expedicionarios estaban en el refugio, a 2.450 metros de altura, junto al fuego secando la ropa empapada y comentando los momentos que cada uno vivió durante el primer día de ascenso. Toda una odisea.
Entrar en calor fue reconfortante, no así enterarse de que los sacos de dormir se habían mojado a causa de la tormenta y que, además, los guías no habían subido las colchas sobre las que tumbarse. Al ver la deplorable situación del material, la ambigüedad e incertidumbre en las palabras de los guías y la expectativa de tener que dormir dos días en el suelo, se decidió por votación que no se ascendería hasta la cima del Pico Duarte. Hay que saber adaptarse a las circunstancias de una aventura como ésta.
Fue una decepción para muchos, pero la decisión estaba tomada y con motivos suficientes para no seguir adelante sin el material necesario. Después de cenar arroz con maíz y carne, sentados alrededor del fuego como hacían nuestros ancestros, Pilar Sanagustín empezó una charla de debate sobre “Ya me he graduado y, ¿ahora qué?” para aconsejar a los jóvenes estudiantes sobre su futuro profesional.
Los monitores Aníbal y Ángel y la expedicionaria Irene compartieron sus respectivas experiencias en el mundo laboral tras la universidad. Esto fue muy útil tanto para los que ya se han graduado como para los que los están empezando recientemente. El sueño se fue apoderando del grupo y, poco a poco, todo el mundo se dispuso a tumbarse en el suelo con los sacos de dormir medio húmedos para, al fin, descansar.
El día siguiente amanecía con pocas nubes y un ambiente caluroso en el refugio de Compartición. A las seis los más madrugadores se empezaron a levantar de los sacos con el cuerpo entumido. Tras la noche fría pasada en el suelo, los expedicionarios agradecieron el chocolate caliente del desayuno que incluía también un plato con patatas y carne. A las ocho en punto empezaron a deshacer el camino del día anterior, pero esta vez mucho más cansados y sin la ilusión que otorga comenzar un reto.
La bajada fue tranquila hasta la zona de la comida, pero aún les esperaba un último infortunio al que enfrentarse. Un trozo de piña o de melón fueron el banquete ofrecido a las treinta y cinco personas que llevaban tres horas andando y sabiendo que aún les quedaban otras tres. Por si fuera poco, a partir de ese momento, sobre las dos del mediodía, empezó a llover y de nuevo estuvo todo el mundo empapado de arriba a abajo, descendiendo cuesta abajo por regueros de barro resbaladizo.
La bajada se produjo sin incidentes hasta llegar, a las cuatro de la tarde, a la Laguna. Allí, tras llegar el último expedicionario, cogieron de nuevo los coches que les devolvieron al Rancho Baiwate. Un último problema, les habían cambiado los macutos de sitio. Los propietarios del Rancho ofrecieron nuevas habitaciones y todo se zanjó en un momento. Después de la cena los expedicionarios estuvieron charlando y comentando todo lo que había sucedido entre risas, anécdotas personales y un espíritu alegre para continuar con un viaje cada vez más extraordinario. Con el orgullo de haberse enfrentado a todas las trabas posibles, y aun así haber salido adelante.