Diario de Ruta Edición 2024, Uganda

Al ritmo de Uganda

Abel de Medici

Por Alexandra Socorro

Aún no había salido el sol en Entebbe y ya por la ciudad caminaban mujeres que cargaban con bandejas de fruta o baldes de agua en la cabeza, hombres que preparaban la tierra y niños que los ayudaban con las labores. Los puestos de comida o ropa también tenían las puertas abiertas. Todavía no eran las cinco de la mañana; las luces de neón iluminaban las calles y a cada dos pasos se podía encontrar una gasolinera en la carretera. ¡Welcome to Uganda!

Depués de casi un día entero de viaje, al llegar lo primero que se identificaba era un mar de árboles que se empezaban a divisar a través de las ventanas de nuestro «autobus safári». En cualquier caso, podría confundirse con un camión de guerra: grandes ventana, unas escaleras estrechas para acceder al lugar, pequeños ventiladores internos que se situban casi en el techo y una altura que, según el conductor del camión, supera la de un elefante. Los paseos por los que circulaba el vehículo estaban bordeados de vegetación. Uganda: la perla de África, como la llamó Churchill.

Eran poco más de las cinco de la mañana y ya había quedado atrás un local nocturno. Jóvenes ugandeses estaban sentados fuera del sitio.

Algunos niños también paseaban por las calles. Otros jugaban. En ocasiones saludaban al gran camión en el que íbamos con una sonrisa en la cara.

Era temprano. El sol había optado por no salir. La neblina no dejó espacio para el amanecer. El cielo gris invadía la región y acompañaba al gran mar de naturaleza. Nada detenía la vida en la ciudad. Los niños jugaban fuera de las casas. Los que trabajaban la tierra sujetaban una especie de arado en las manos, pues la agricultura es uno de los motores económicos principales del país. Además, en Uganda, según el Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación, la edad media se sitúa en los 15 años, esto la convierte en una de las poblaciones más jóvenes del mundo. En las calles, esta realidad queda al descubierto. La mayoría de rostros que circulan por el lugar son de personas jóvenes.

Abel de Medici

Después de bajar del camión, era la hora de hacer una parada para estirar las piernas.  El descanso en carretera nos llevó hasta un pequeño mercado. Piñas, plátanos, vehículos cargados de personas, militares que sujetaban su rifle, mujeres que cocinaban en el paseo y motocicletas en las que hasta tres personas se desplazaban. Tras esto, el desayuno.

Una vez acabada la comida y, de vuelta al gran camión, era el momento de adentrarse en el Santuario de Rinocerontes de Ziwa, ubicado en Nakitoma, una región central en Uganda.

El lugar, creado con el fin de reintroducir a los rinocerontes en Uganda, acumula múltiples secretos que, durante la visita, fueron desvelados por los rangers Peter Simon y Joseph. Ambos denotaban pasión por su trabajo.

Según los dos guías, «el último animal de este tipo desapareció de Uganda en el año 1983». Sin embargo, en 2001 y gracias a la colaboración de Estados Unidos, dos rinocerontes fueron donados por Kenya.

Abel de Medici

Comienza de esta forma la historia de la repoblación del animal. La iniciativa hoy se traduce en la presencia de 42 rinocerontes en Uganda. «Cuando lleguemos a 50 el objetivo es moverlos a otros parques naturales», agregaba uno de los rangers en su intervención.

Vacas, antílopes salvajes o un jabalí que cualquiera compararía con Pumba, el del Rey León: la fauna salvaje en Uganda destaca por su variedad. De hecho, en el país viven en torno a 18.000 especies diferentes de animales y vegetales. Esto lo convierte en una de las regiones con mayor biodiversidad del mundo. Los diversos cantos de sus aves certifican lo anterior.

A lo largo de la estancia en el santuario, además de los rinocerontes, el sonido de los pájaros, el ruido de las hojas y los pasos de los visitantes sobre una tierra húmeda fueron los protagonistas. También lo fue la manera en la que los rangers se comunicaban con estos animales. Un silbido elegante era el canal de comunicación entre ambos.

«La ‘mujer’ del rinoceronte está contenta. El macho ha venido», indicaba Mark, el experto local que acompaña y guía a la expedición Tahina-Can durante su estancia en Uganda. Mientras, un bufido se escuchaba: dos rinocerontes, que paseaban por delante de los expedicionarios, tuvieron un encuentro. El click click de las cámaras de fotos acompañaba la situación. El objetivo, inmortalizar el momento.

Un almuerzo, unas horas en el camión y la lluvia. Después, al hotel en el que el grupo iba a pasar la noche. La jornada aún no finalizaba: faltaba visitar Masindi, la ciudad donde se encontraba el hotel.

Calles marrones rodeadas de verde dibujaban la escena. El caos se apoderaba de las carreteras de Masindi. Motocicletas, coches y bicicletas circulaban por el lado izquierdo de la vía, ocupaban todo el lugar y lo recorrían con prisa. A los laterales de la calle, pequeños puestos de comida, almacenes, casas donde la ropa tendida casi impedía localizar la entrada del hogar o, incluso, una peluquería.

El ambiente lo acompañaban muchos niños que parecían tener entre 6 y 12 años. Uno de ellos agarró de la mano a una niña más joven. Ninguno de los dos aparentaba más de 10 años. Cruzaron la calle saludando. Tras esto, se colocaron detrás de un pequeño puesto de comida en el que había más niños de su edad.

Un poco más lejos de ellos, se situaban dos niños de unos 10 años que eran prácticamente de la misma estatura. Delante de ellos había dos cubos, quizá con algo de comida para vender: no se distinguía bien. Pero sonreían y, risueños, elevaban las manos para saludar. La jornada estaba a punto de terminar, pero en las calles, el ambiente seguía igual de vivo que cuando el reloj aún no marcaba las cinco de la mañana.